He querido asentar bien mis ideas y descansar un poco antes de ponerme a escribir todo, o una parte, de lo que ha representado el último mes para mí. Después de todo, ha sido un cúmulo de experiencias las que he vivido desde el mismo día en que llegue a Panamá hasta el día en que me tocaba despedirme. Todo esto que escribiré se encuentra matizado por la emotividad propia de quien acaba de salir de su tierra y de quien poco a poco va regresando a una calma momentánea. Cabe decir que escribir también me permite asentar bien los recuerdos, las vivencias y cada uno de esos encuentros, palabras y acontecimientos que fui viviendo.

Llegue a Panamá un 26 de julio de 2013. En el avión, antes de aterrizar, una vista única de la ciudad: sencillamente impactante. Al aterrizar,  lo primero que uno se encuentra en cuanto pone atención es ese acento típico de la tierra el cual no deja de provocar en mí una sonrisa disimulada y una alegría única. Tras el papeleo protocolar,  cruzar la puerta de salida y mi mama ya estaba en el aeropuerto, con ese gesto típico y encantador de la sonrisa y la lagrima anexa que se le escapa. En esos momentos no hay mejor abrazo de quien te recibe con el gusto, con el cariño y con la cercanía de una madre. Mi papa y Vielka estaban cerca, sus gestos y presencia no deja de ser algo impactante y enternecedor. Sin impedir a los otros viandantes emprendemos la marcha: un espacio para las primeras despedidas dado que emprendo rumbo a casa con mi madre.

El camino de regreso, tras dos años fuera de la ciudad, es impresionante. Baches, reparaciones, construcciones, vehículos en cada esquina, incluso alguno que otro que se le cruza a uno; todo forma parte de esa primera experiencia de llegada mientras converso, sobre todo y sobre nada a la vez, con ella. Impactante las obras del nuevo metro, la ampliación de una de las principales arterias de la capital, las luces, el colorido, incluso esa sensación que produce la polución de una ciudad en plena ebullición aun a las 10 de la noche.

 

Tras ese recorrido vivo una de las sensaciones más impresionantes que se pueden tener: ver la casa, estacionar, contemplar el entorno y vivenciar toda una serie de recuerdos que se agolpan en la memoria. Entrar en la casa, respirar esa especie de aroma que transpiran las paredes, el olor de las flores compradas para la ocasión, la pintura, el sabor a casa. No hay experiencia que se le parezca tan siquiera, y solo quien la ha vivido tras un tiempo a fuera es capaz de comprender lo que se siente.

Preparar la mesa, aun a esas horas de la noche; calentar la comida: un buen plato de arroz con pollo, lomo en salsa, plátanos en tentación, y ese pie de manzana preparado especialmente para el momento. ¿Acaso hay palabras para describir lo que se siente? No lo creo…tan solo es posible vivirlo y gozarlo con todo lo que ello implica. A continuación, desempacar y encontrarme con que no he traído mucho. Menos mal: si al final, ya en Panamá hasta jamón serrano hay. Últimas palabras con mi mama, un beso, un abrazo, un te quiero, tiempo de descansar.

Cabe señalar que entre lo mucho que me impacto también fue ese encuentro con mi hermano. Dos años sin verle dan para mucho. Pienso en eso y me da una cierta nostalgia porque me doy cuenta de lo mucho que ha crecido, lo que ha madura y lo que ha sido de su vida. Es impresionante; sumamente impresionante. Me decidí, en cuanto lo vi llegar, pasar tiempo con él. Solo él podrá decirme si lo conseguimos, si conseguimos disfrutar de los momentos y los instantes, de las palabras y los gestos, del estar juntos. Solo el podrá decirme que le vino bien que compartiéramos. Yo puedo decir que disfrute estando a su lado.

CAM00108.jpgLa noche se hace corta…amanece casi inmediatamente. A las 6 am ya todo mundo en pie. Bueno, no todo el mundo, sino mi madre y yo. El beso de buenos días es un ritual único, como el del principito con el zorro. Le da un sentido a los días e ilumina toda la jornada. Lo primero en la lista de cosas por hacer: misa en una capilla muy cercana; que gusto sentirme en familia de creyentes. Lo segundo: comprar un pan, malísimo dicho sea de paso, en un chino y constatar lo cara que se ha puesto la vida. Lo tercero: llegar a casa, justo a tiempo para un huevo revuelto, ninguno como el de casa. Más tertulia, más enriquecimiento, mas compartir experiencias, mas activarme para todo lo que vendría. Lo cuarto: salir a la calle, hacer mandados y maravillarme por todo lo que encuentro