Dos frases de la narración del «Hijo pródigo y del Padre Misericordioso» (Cfr. Lc. 15, 11-24) son las que me impacta profundamente.

v. 17: «Entonces, volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos de los trabajadores de mi padre tienen pan de sobra, pero yo aquí perezco de hambre!»

La historia personal mía está marcada por tantos momentos trascendentales. Unos más radicales, otro más superficiales. Precísamente cuando miro hacia atrás, hacia todo lo que he vivido, me pregunto: ¿cómo es que Dios ha mantenido su oferta y su llamada a pesar de todo lo que yo he hecho en contra de su voluntad, de su amor y de su llamada hacia mí?

Sin embargo, es una mirada al pasado, no para juzgarlo todo cual si fuera un juez de iniquidades, buscando las razones para castigarme o para condenarme.  Más bien, es para percatarme de todo lo que ha significado mi caminar, mi devenir histórico, todas las fuerzas y debilidades que han marcado mi vida y han guiado mi historia. También para notar lo que han representado las personas que han caminado a mi lado, las que han dejado una huella y las que han marcado a fondo mi existencia, las que pasaron sin más; todas aquellas que conocí y ya no están, todas aquellas que aún continúan presentes, las que esperan algo, las que sencíllamente han quedado atrás, o las que ahora significan algo.

Es para notar que por encima de todo siempre ha habido una oportunidad de hacer un alto para revisarlo todo, y precísamente es en esos momentos en que he podido tomar las decisiones más importantes de mi vida. Han sido instantes de revisar todo lo que soy y lo que he sido, donde estoy y donde quisiera estar, lo que hago y lo que debería hacer. Momentos de «kairós», de presencia irruptiva de Dios aún sin yo saberlo o notado. La vuelta a mí, sin ser algo egoísta, ha sido providencial para encontrar  lo que debe regir mis pasos.

Si, hacer un alto para tomar mis decisiones, aquellas que yo solo puedo determinar. Puede que haya voces positivas que vengan del exterior o ruido que me envuelva negativamente, pero en definitiva, cuando he tenido que decidir, lo que he tenido que hacer por mi cuenta. Las luces han sido importantes, los consejos providenciales; pero con todo ello, he sido yo quien he tenido que determinarme. Solo así es que mi vida ha adquirido un sentido pleno, incluso obedeciendo a mis superiores y formadores. Después de todo, he sido yo quien he tenido que optar… Volver a la casa de mi padre: esa ha sido la meta.

v. 20: «Y levantándose, fue a su padre. Y cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y sintió compasión por él, y corrió, se echó sobre su cuello y lo besó.»

En ese caminar de vuelta me he tenido que levantar, cual si fuera el mítico ave Fenix, de sus cenizas. No me he dejado vencer por los miedos, por los errores y por los sufrimientos. Eso sí, no ha sido cosa mía solamente, Dios, con su gracia, ha sido el de la iniciativa (me lo dice la fe) máxime cuando los «demonios» de mi pasado muchas veces no me han querido dejar. Pero he podido con ellos empujado por una fuerza que supera todas mis fuerzas. Ha valido la pena, ha valido el esfuerzo.

¿Demonios? No, no han sido demonios todas las cosas que viví. Hubo luces en todo lo que viví profundamente: amistades, amores, entregas, «te quieros», «gracias, te llamo mañana». En esos momentos creía en ello, me entregaba a fondo. Eran parte del momento. Hoy es parte de mi historia, de mi vida: nada de los hombres es ajeno para mí y todo aquello como lo valoro, cuanto lo quiero, cuanto lo acepto.

Los demonios más bien son los sufrimientos que causé, los dolores que infundí, las huellas negativas que dejé. Esos son los que a veces me recuerdan lo «malo» que fui. Pero aún así, todo aquello es parte de mi historia. No puedo renunciar al mal que causé. Tan solo puedo corregirlo para no volverlo a cometer: no quiero romper más corazones, no quiero violentar más promesas. Pero requiere aceptar la mirada de Dios. El me ha visto, ha corrido hacia mí, me ha abrazado. Todo aquello ha sido perdonado misericordiosamente. El «levantarme» ha valido la pena. Sí, verdaderamente ha valido el esfuerzo y la pena.

v. 24b: «Y comenzaron a regocijarse»

Es el culmen de todo: la fiesta y la alegría. ¿Acaso hay algo más que decir? No lo creo. Tan solo queda vivir la fiesta del encuentro y hablar de todo aquello que he vivido.