¡Cuanto quisiera que las personas creyentes pudiésemos escuchar afirmaciones como las que te dicen chicos y chicas de 15 años respecto a la fe! Se llega a aprender tanto con las cortas y emotivas frases que expresan; a la vez que se llegan a suscitar tantos interrogantes en lo profundo del alma.

A. Una chica me dice que sencillamente «no cree en lo que le han contado» respecto al cristianismo como su religión culturalmente aceptada. Ante esta expresión queda, por una parte, tan solo preguntarse por las razones de esta poca credibilidad de lo que ha escuchado, y ante esta interrogante las respuestas serán muchas; o, por otra parte, podría plantearse la posibilidad de no buscar culpables, como suele hacerse, sino tan solo asumir que muchas veces el mensaje que se transmite no es creíble o resulta lo más inverosímil que puede existir.

El problema es que hay que conformase con esta sola expresión pues cuando se pide una profundización de la misma la respuesta es un tedioso e insospechado silencio. Es como si la frase hubiese brotado de una emotividad pasiva y tibia, tanto interesada como con visos de desinterés. Ojala pudiese comprender lo que se esconde detrás de ella y sin embargo, no puedo violentar lo expresiva que llega a ser: dice lo que tiene que decir y nada más.

B. Un chico intrépidamente me dice que «algo debe estar haciendo mal la Iglesia pues muchos han dejado de ir a misa». Otras vez una serie de preguntas brotan a partir de esta afirmación. ¿Acaso la religión cristiana puede quedar reducida a la Eucaristía? ¿Acaso hay que encontrar un culpable para la falta de fe? ¿Acaso la Iglesia será realmente la culpable?¿La misa tendrá que tener algún sentido específico o alguna impronta propia para hacerla atractiva a los alejados o a las que la conciben como el rollo más gran del planeta? Sin embargo, no puedes profundizar, como en el caso anterior, en la frase: no hay más que decir, todo queda pausado y silenciado por el prejuicio de la experiencia, ante el calcar los comentarios de otros y ante la poca vivencia de la experiencia de Dios.

Al final, tan solo me pregunto: ¿Se puede hacer preguntas a quien no está capacitado para responderlas? ¿Se puede formar cristianos que han dejado de buscar? ¿Se puede enseñar religión a personas que han olvidado que la búsqueda de Dios, por medio de interrogantes, es lo que le da un saborsito particular a la existencia del creyente?