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La ordenación sacerdotal, cómo lo he escrito, fue en la parroquia San Lucas, en Costa del Este (Ciudad de Panamá). El obispo ordenante fue Mons. José Luis Lacunza, y los concelebrantes vinieron de distintos lugares de la geografía panameña. La verdad fue emocionante verlos allí reunidos en la sacristía y luego presentes en el «presbiterio».

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Tras los últimos ajustes y detalles, la celebración comenzó puntual a las 10 am.

El canto de entrada marco la intensidad de toda la Eucaristía. Yo, con todo el nerviosismo, no podía entonarlo siquiera. Esta misma, intensidad que se incrementaría en aquellos momentos

concretos referentes a la ordenación: la presentación del candidato, donde la última respuesta que cabe es: «presente».  Las lecturas,  que ciertamente me recordaban lo que había sido mi historia personal, desde niño hasta esa sensación de: «wao, lo que va a suceder y lo que esto implica», que estaba experimentando. Una homilía marcada por una invitación al compromiso, a la entrega de la vida y al cuidado de todo el Pueblo de Dios.

A partir de alli, el continuo rito de la ordenación.

_FPF1984Las letanías, compuestas especialmente para la ocasión fue un momento que también fue llamativo para muchos de los niños que participaron así como para muchos de los asistentes que nunca habían visto algo así. Postrado no podía más que dar gracias por el enorme don que se me concedía y no podía más que pedir la intercesión de todos esos hermanos mayores en la fe que habían vivido este camino de consagración.

La imposicion de las manos mantuvo su solemnidad en el silencio de la asamblea. Ese peso, esa llamada, esa misión.

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La unción de las manos y la entrega de la patena y del caliz, traído como ofrenda por mis padres y mi hermano, fueron momentos emotivos; instantes que han quedado grabados en mi memoria.

A continuación, el abrazo de acogida por todo el presbiterio y mi presentación, como sacerdote, a toda la asamblea.  Creo que uno cae en la cuenta de todo eso que vivió unos días después.

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En esos momentos yo me dejaba llevar, racionalmente, por el momento. Sabía lo que pasaba, pero era imposible no involucrar la emoción, la alegría y la intensidad en esos momentos. Cada uno tenía su especie de «encanto», de «vivencia», de «elocuencia propia». Cada uno expresaba algo para mí. Así lo iba viviendo.

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Después la Eucaristía prosiguió su ritmo ordinario hasta la bendición final y el «besamanos»: momento entrañable de gran alegría, reto, y compromiso. Alegría por todo, porque ves la sonrisa de quienes te acompañan, vives el haber dado ese paso, lo vives todo; reto porque ves a un pueblo de Dios que confía en lo que vas a hacer, en lo que eres, en lo que representas; y compromiso, precisamente porque esto de ser sacerdote sabes que tendrás que vivirlo con entrega y generosidad todos los días; y te impresiona, pero lo asumes: es lo que te llena.
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Puedo decir, después de este repaso a los distintos pasos de la celebración, que lo que se experimente y lo que vivi, cómo el mismo sacramento, me ha marcado totalmente. Notar a la comunidad de frailes, a la parroquial, a mi familia y a todos los que aportaron su granito de arena en la celebración ha sido una manifestación de afecto única así como un gesto de Dios en medio de camino.