Si bien es cierto el sacerdocio parte de una llamada, también requiere una respuesta. Esto no se puede obviar para nada so pena de perdernos de un aspecto fundamental para la vocación.

Parto de un hecho clave. Cuando se decide vivir un determinado estado de vida hace falta que nos impliquemos del todo en ello. Es decir, sean los estudios, el trabajo, la vida misma, una relación o un compromiso; todo requiere de nuestra participación continua en aquello que somos o en lo que hacemos.  Esta es una de las bases para una vida feliz y plena.

Ahora bien, cuando se decide dar el paso para entrar en el seminario son muchas las motivaciones que se encuentran. Unas son más fuertes, otras son incapaces de sustentar un proyecto de tal envergadura y que involucra toda la existencia con todos sus aspectos. Partimos de la base: los que entramos es porque creemos que hemos sido llamados y porque de alguna forma, la curiosidad, la fe, la novedad, e incluso, el salir de dudas, nos impulsa a dar el paso de entrada. No sabemos lo que va a pasar, no sabemos del todo si tenemos la certeza total de que terminaremos el camino. Sencíllamente, el primer paso es el «sí» inicial. Es asentir a una invitación que nos hace Dios a través de sus mediaciones (un sacerdote, una misa, una palabra, un amigo, lo que tu quieras).

Este primer asentimiento nos coloca en un sitio formativo, donde vivimos con personas con las cuales nunca pensábamos que viviríamos, fuera por las razones que fueran. Nos introduce en una serie de sucesos variopintos, de acontecimientos exaltantes, eufóricos, plagados de alegrías y hasta de nostalgías. A su vez, en segundo lugar, aquí también tenemos que pronunciar un «Si» firme, en primer lugar a Dios, el cual creemos que nos ha llamado. Pero también un «sí» entregado a nuestra formación y al acompañamiento que hacen nuestros formadores. Ellos, con toda su humanidad, llegan a ser luz para nuestro camino (aunque a veces quisíeramos sencíllamente hacer el camino solos). Nos dejan ver las fortalezas que tenemos, las debilidades que nos constituyen, las posibilidades para asumir los retos de cada día, y las capacidades para asumir todo lo que implica este estilo de vida. Confrontan nuestro presente, nuestras resistencias y nuestras sombras. Nos mueven a releer la historia personal, con sus claroscuros. En fin, es afirmar la mediación divina con todas las limitaciones que esta tiene de por sí. Es aquel refrán: «el médico no se puede sanar a sí mismo».

Si continuamos caminando por estos senderos, habrá que pronunciar, en tercer lugar, otro «sí» aventurado. Aquel que se abre a la gracia de lo indefinible, de lo incontrolable, de lo providencial, y de lo sorpresivo. Dios es así, y así va escribiendo nuestra historia con nosotros. Unas veces habrá claridad en los pasos, otras veces sencíllamente no veremos cuando acaba el túnel. Pero el continúa allí. Puede que nos impulse a descubrirle más a fondo en esta vida; puede que nos este impulsando a otro estilo donde realmente encontraremos nuestra vocación.  La cuestión es abandonar los miedos a Dios, a aquel que pensamos puede controlar y maniatar nuestra vida. Es dejar el temor a Aquel que pensamos en momentos que nos roba nuestra libertad. Es afirmar con toda profundidad lo que el va haciendo, mediadamente en el presente, en nuestra vida. ¿Hay de otra? Claro que la otra posibilidad es engañarse y creerse dueño plenipotenciario de la vocación.  Es el error del soberbio y del vanaglorioso. El del anti-heroe dado que al final, no busca ni salvarse a sí mismo, por lo cual no puede salvar o ayudar a alguien de sus sombras. Es la opción del escape, de quien no quiere afrontar su radicalidad vital. Es la opción de afirmar el miedo de quien no ve otras posibilidades u otras formas de abrirse al amor. En fin, las opciones las hay: la cuestión es: ¿a cual quieres decir que sí?

Pero hace falta un paso más, dado que en , hay que decirle que «sí» continuo a Dios todos los días: sea uno un joven en formación o un anciano en los caminos de la vocación. Siempre hay que decirle que sí a la gracia, a Dios mismo. Podemos decir que no somos nada. Creo yo que es mejor decir: Sí, somos algo, incluso para decirle que no a Dios. Por lo cual, el camino de afirmar la vocación no se rompe nunca. Siempre es necesario, a la vez que libre y abierto. Es decirle sí cuando las fuerzas falten, cuando las energías abunden, cuando las luces estén altas, o cuando la oscuridad sea parte del camino. Decirle que sí a Dios para toda la vida: esa siempre será la tarea pendiente.