Si fuimos capaces, sin misericordia y con toda impiedad, de matar a Dios, el Otro Absoluto, encarnado en Jesucristo; ¿qué nos impide acabar al otro que tenemos a nuestro lado o al que se aparece en nuestro camino herido y maloliente? Más aun, el interpelante que dimana atañe al modo de situarnos cuándo continuamente leemos en los periódicos y vemos en los medios de comunicación masiva informaciones acerca de los distintos genocidios que se han dado a lo largo de la historia. Máxime cuando en estos destructivos acontecimientos precisamente son los más débiles, los marginados, la escoria de la sociedad, los chivos expiatorios que generamos, los que pagan las consecuencias de tanta violencia acumulada.

Es decir, si bien es cierto la historia no se repite tal cual el ciclo nietzscheano del eterno retorno; la realidad es que hemos aprendido lentamente de las lecciones que ella nos da. Esta lentitud e ignorancia ha supuesto incurrir en errores funestos que traen consecuencias de todo tipo: se destruyen vidas, se concluyen abruptamente historias, se derrumban sueños y se rompen ilusiones.

Situémonos en nuestro contexto. En estos tiempos caracterizados por el miedo y la desesperación. Es decir, la paranoia colectiva se aúna a una histeria de magnitudes globales dada la intercomunicación que rompe con todas las fronteras. La crisis económica denota mucho más allá que una simple simbología numérica o una trashumancia de divisas. La desesperanza nos señala una inestabilidad axiológica de magnitudes trascendentes.

Pero, cabe una pregunta, ¿a qué le tenemos miedo? La respuesta subyace en la sombra que caracteriza nuestra vida. Le tenemos pavor al otro. Es decir, a aquel que consideramos alterno a nuestra persona, a nuestras ideas, a nuestras comodidades, a nuestras seguridades. Le tenemos recelo a quien nos exige una mirada compasiva y cercana, sin juicios o prejuicios, sin afirmaciones taxativas y excluyentes. Es la aprensión a quien nos confronta y nos altera el ritmo circadiano de nuestra existencia. Es el miedo al diferente, al que nos lleva a compartir nuestro pan y tiempo. Es el estremecimiento ante el pobre porque nos refleja las privaciones a las que lo hemos sometido producto del consumo injustificado y excluyente: nos recuerdo nuestra cota de participación en su empobrecimiento aun con pequeñas acciones y gestos tales como dejar las luces encendidas o el ordenador conectado. Es el la cobardía ante el inmigrante dado que nos trae ideas diferentes, nos impulsa a un dialogo fuera de nuestros esquemas, nos quita aquello que creíamos por establecido y por absoluto. Es el estupor ante la religión bien entendida dado que pensamos que el juicio de Dios se cierne sobre nuestras actuaciones, cual avasallador destructivo; cuando en realidad es el Amor el que lo caracteriza junto con su misericordia liberadora (¿acaso queremos vivirnos liberados?)

Las consecuencias de tanto temor son la deshumanización paulatina de todo aquel que suponemos causa del horror. Es decir, quitándole su dignidad al otro, con todo lo que ello supone y de las maneras más crueles, es que se puede romper con la otra persona a la que poco a poco hasta el punto de caricaturizarlo como un no-hombre.

Es decir, buscamos romper nuestra limitación humana característica mediante esas ansias desenfundadas de ser absolutos, inmortales y omnipotentes, con las consecuencias infamantes que dimanan de tanta pretensión capciosa. La incomodidad que conlleva reconocer que el estado de bienestar ya no puede ser entendido como tal se opone a esa materialidad en la que hemos puesto la escala de valores que nos caracteriza actualmente; es decir, al caer en bloque precisamente estas bases inmanentes nos hemos quedado vacíos, sin un horizonte de sentido, un fundamento estable sobre los cuales construir la vida. Por lo tanto, algo debe satisfacer esta demanda de plenitud: el odio y el mal poco a poco van tomando el lugar de los valores, la sombra toma su lugar, otro es el responsable de este desbarajuste. A la vez, lo que compartíamos, lo material, al desaparecer nos ha dejado sin nada en las manos, por lo cual esto poco que nos queda es mejor que sea preservado celosamente, no vayamos a perderlo también: la solidaridad desaparece, el egoísmo prevalece, la inseguridad ante la preservación de lo poseído prima, y el amor se pone en paréntesis.

La conclusión se va dibujando poco a poco. O asumimos la responsabilidad frente al silencio que caracteriza nuestros labios, impulsa el statu quo y promueve un ambiente de demagogia barata. Responsabilidad que conlleva alzar la voz contra la injusticia, la rabia y la violencia; que supone enfrentarse a las estructuras de mal mediante gestos pequeños de bondad; que implica compartir lo poco que tenemos en una mesa compartida con los más necesitados sea de un plato de comida o de una palabra de afecto. O sencillamente vamos camino al fracaso: la muerte desencarnada, el temor impúdico, el genocidio selectivamente englobante, la muerte de más inocentes. En definitiva, el resurgir del nazismo como sistema más influyente.